Sobre las Fotografías de Sofía López Mañé

Los adultos son los que deciden los viajes, organizan las comidas, los horarios, suben y bajan las persianas, tienden la sábana sobre el pasto, peinan y cortan el flequillo.

Y ellas, las niñas, mientras tanto, permanecen en un modo de la fiebre: atendiendo a los sentidos mientras el sentido se teje. Ocupadas en la molestia de la luz sobre los ojos o en sentir la inestable pila de almohadones sobre la que descansan.

El viento las mece y entretiene.
La mesa las derrama.
El auto las duerme y las despeina.
El piso las suspende.

Dedos manchados de tinta, manos sobre el ladrillo, ombligos y moretones, rodillas enrojecidas, pies con los arcos vencidos.

Sus cuerpos infantiles ceden y resisten, oponen su transparente opacidad al paso de la luz. Obedecen la triste obligación de ocupar el espacio. Y entonces crecen. Los vestidos se vuelven instrumentos que miden y comparan los tamaños y traducen esas medidas en tiempo pasado o por venir.

Mundos íntimos en los que la materia se esculpe con luz y silencio. Mundos que giran dentro del mundo. Planetas errantes fijando sus órbitas en las líneas invisibles de la mirada.

Algo rodó trágicamente hasta un rincón inalcanzable.
Una hamaca se mece en una inmensidad que se marchita.
Muñecas escritas con los ojos siempre abiertos.
¿Soy yo que crezco o es el universo que se estrecha?

Algo se empeña en que las cosas tomen la dimensión que parece real y que es, sin embargo, la más ficticia. Y entonces, por fortuna, sobreviene el juego. Dale que tomábamos el té. La alegría de la conjura que enlaza para siempre presencias intangibles. Ellas, las hermanas, van trazando paisajes a escala de sus manos, mientras el tiempo abandonado se escurre.

Quienes miramos estas imágenes sentimos que hemos estado ahí.

Somos los que cerramos los placares.
Los que dejamos la cama sin tender.
Los que ajustamos los cinturones.
Los que llevamos en brazo a nuestros hijos y hemos perdido la cabeza.

Por estas fotografías, nosotros, ya lejos de la casa de la infancia, sentimos el anhelo de volver. Para confundir otra vez lo real y lo aparente. Para abrazar al niño que todavía se estremece y teme. Para disponer la más dulce de las meriendas.

Imágenes intensas, una combinación justa de luz y penumbra, una cercanía que las ha poblado del silencio que precede a las preguntas nunca formuladas.

Marisa Strelczenia

“Construcción de la infancia”

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